El médico de la prisión by Ernst Weiss

El médico de la prisión by Ernst Weiss

autor:Ernst Weiss [Weiss, Ernst]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1934-05-05T00:00:00+00:00


XXXIV

Konrad no tuvo que abrir su casa, Flossie estaba, radiante, aunque no tanto como de costumbre, ante la puerta abierta, con su vestidito de muselina verde claro, con el collar de cuentas rojas al cuello, y le cogió enseguida el maletín.

—¿Qué pasa? ¿Mi ratoncito se ha vuelto a traer los problemas a casa?

El médico miró a su mujer. ¿Pretendía no saber nada?

La mesa estaba puesta, la anciana Minna vino y sirvió los platos. Konrad dejó caer los brazos y no comió nada. Su esposa suspiró, ambos callaron. Tampoco la mujer comió nada, aunque «tenía un lobo en el estómago» y «un hambre de oso». Mientras con sus hermosas manos de largos dedos disponía las flores ya no del todo frescas en un jarrón, miraba alternativamente el rostro de su esposo y los platos llenos. Por fin, hizo de tripas corazón y se levantó. Despacio, para no despertar a su hijita Otto, que dormía la siesta, se deslizó detrás de la silla de su marido y lo cogió por los hombros. Él se estremeció, los hombros eran su punto débil. Quizá la presión fue demasiado fuerte, pero sus manos se quedaron allí, en los brazos extendidos aparecieron, a ambos lados de los codos, delicados y suaves hoyuelos en la lisa piel. Se inclinó sonriendo sobre él y lo miró con intensidad. Con cada cálida respiración, su cabeza de hermoso pelo trigueño e irregulares rasgos se acercaba más a su fría mejilla. Frotó cariñosa las orejitas contra ella hasta que él empezó a sonreír, con esfuerzo, dubitativo, pero a sonreír. Como si solo hubiera estado esperando eso, ella rodeó la silla, apartó la mesa con tanta fuerza que la vajilla tintineó, se sentó en su regazo y le metió en la boca una cereza tras otra, después de lavarlas en un vaso de agua. Recogió los huesos en una cuchara sopera. Cuando él se hubo tomado las cerezas más hermosas, más frescas y más firmes, también ella empezó a tomarse las más pequeñas y maduras, y luego un poquito de la chuleta y una diminuta patatita tras otra, una para mi querido ratoncito, otra para mí, y cuando la criada vino a retirar los platos le indicó con un gesto que lo dejara todo como estaba, porque pensaba tomar impulso y agarrar el toro por los cuernos. Había un pacto no escrito en su matrimonio —ella lo sabía y, durante mucho tiempo, especialmente los años anteriores a Otto, había sido un motivo de dolor—, para guardar silencio acerca de él . Pero también había otras cuestiones que los cónyuges no habían discutido nunca, en su matrimonio hasta entonces totalmente armonioso, envidiablemente feliz, que en sus círculos calificaban de modélico.

¿Para qué? Cada uno de los cónyuges se encargaba de lo que entraba en su terreno, y ambos se sabían de acuerdo en lo esencial. Nunca habían tenido una discusión, ni siquiera pequeña. Hoy, ninguno de los dos sabía qué hacer. ¿Se le podía ignorar también ahora, a Rudolf? Ella no podía y no



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